Disney Huapi y la urgencia de los incendios
¿Se puede privatizar el aire?
Si el Estado argentino sigue la lógica de mercado a ultranza, tal como propone la nueva gestión de Parques Nacionales, quizás llegue el día en que tengamos que pagar un abono mensual para respirar aire puro. Parece una exageración, pero el modelo de gestión propuesto por el gobierno de Javier Milei para transformar los Parques Nacionales en unidades autosustentables a través del aumento de tarifas y la inversión privada abre la puerta a una privatización progresiva del acceso a la naturaleza.
El Parque Nacional Nahuel Huapi, el más antiguo del país, podría convertirse en un “Disney Huapi”, un destino donde la conservación pase a segundo plano y las experiencias turísticas se diseñen más para generar ingresos que para proteger la biodiversidad. El nuevo esquema de concesiones a privados promete inversiones y mejor infraestructura, pero no garantiza que el control de la actividad humana dentro de los parques no termine degradando el entorno.
Y aquí es donde el Principio de Revelación de Milei nos brinda una lección magistral: el gobierno no está vendiendo los parques, simplemente está dejando al descubierto su verdadera intención. No se trata de eficiencia ni de sustentabilidad, sino de garantizar que un grupo minúsculo y poderoso pueda capturar para su beneficio privado lo que históricamente ha sido un bien público. Porque, claro, si el Estado deja de administrarlos y los entrega a manos privadas, no es que los parques "se liberen", sino que cambian de dueño: ya no le pertenecen a la ciudadanía, sino a aquellos que puedan pagarlos. Así, lo que antes era un espacio protegido bajo control democrático pasa a ser un coto exclusivo donde las reglas las dicta el mercado y sus magnates predilectos. No serán los ciudadanos quienes decidan sobre la conservación de estos territorios, sino figuras como Joe Lewis, Elon Musk o cualquier otro multimillonario con ganas de comprarse su propio pedazo de la naturaleza, ya sea para hacer negocios o, peor aún, para prohibirle el acceso a cualquiera que no sea de su agrado. En este modelo, la privatización no es solo un negocio, es un capricho autoritario disfrazado de libertad de mercado.
¿Conservación o negocio?
Desde su creación, el Sistema Nacional de Parques Nacionales tuvo como objetivo preservar la biodiversidad y garantizar que las futuras generaciones puedan disfrutar del patrimonio natural del país. Sin embargo, el giro de esta administración hacia un modelo de conservación con rentabilidad genera dudas sobre hasta qué punto la naturaleza puede someterse a las reglas del mercado sin perder su esencia.
El argumento central de los defensores del modelo liberal, como Benegas Lynch, es que la asignación de derechos de propiedad solo tiene sentido donde hay escasez. Es decir, si algo es abundante y no genera competencia por su uso, no hay necesidad de regularlo ni de declararlo propiedad estatal. Según esta lógica, la naturaleza, que está “ahí para todos”, no necesita regulación ni intervención pública. Pero los incendios forestales, la deforestación y el cambio climático desmienten esta afirmación. Los recursos naturales no son infinitos y su explotación descontrolada tiene consecuencias irreversibles.
En los últimos años, los incendios forestales han sido una de las principales amenazas para los ecosistemas protegidos de Argentina. Estos incendios no son un fenómeno espontáneo ni natural. En la Patagonia, el fuego ha sido una herramienta para reconfigurar la propiedad de la tierra, favoreciendo el avance inmobiliario y agropecuario sobre áreas protegidas. Si la gestión privada de los parques se impone sin controles ambientales estrictos, ¿quién garantizará que las concesiones no terminen beneficiando a los mismos sectores que lucran con la destrucción de los bosques?
Cuando el Estado se retira, el fuego avanza
El ajuste presupuestario de la Administración de Parques Nacionales no solo implica un aumento en el costo de las entradas, sino también la reducción del personal encargado de la vigilancia y prevención de incendios. La desvinculación de 400 trabajadores, muchos de ellos guardaparques, agrava la vulnerabilidad de los ecosistemas frente a la tala ilegal, la caza furtiva y, por supuesto, los incendios intencionales.
Paradójicamente, mientras el gobierno promueve una mayor visitación de los parques bajo la premisa de que el turismo generará recursos genuinos, reduce la capacidad operativa para controlarlos y protegerlos. En este punto, la crítica de Benegas Lynch sobre la intervención estatal como una distorsión del mercado pierde todo sustento: sin la presencia del Estado, la conservación queda a merced de los intereses económicos.
El Estado no es solo un actor que regula la actividad económica; en el caso de los Parques Nacionales, es el único garante de que la biodiversidad y el acceso equitativo a la naturaleza no se conviertan en un privilegio de quienes puedan pagar por ellos.
Conservar no es un lujo, es una necesidad
Parece de perogrullo volver a discutir estos temas, pero en tiempos de Hood Robin, donde se le quita a las mayorías para darle a una pequeña élite, es imprescindible recordar cuáles son los intereses en juego en este Titanic en el que todos aplauden y bailan, algunos fingiendo demencia y otros atónitos ante el rumbo que están tomando los acontecimientos. Si el despojo avanza sin resistencia, no es porque no veamos el iceberg, sino porque quienes tienen el timón han decidido que solo hay botes salvavidas para unos pocos.
Privatizar la gestión de los Parques Nacionales con la excusa de la autosustentabilidad puede sonar razonable desde una perspectiva contable, pero la naturaleza no es una empresa, ni sus recursos pueden medirse en términos de rentabilidad inmediata. Los bosques no generan dividendos trimestrales, pero sí garantizan servicios ecosistémicos esenciales: regulan el clima, purifican el aire, conservan el agua y sustentan la biodiversidad. Esos beneficios no aparecen en un balance financiero, pero sin ellos la vida tal como la conocemos se vuelve inviable.
Si el modelo de concesión sin regulación estricta se impone, corremos el riesgo de que los parques dejen de ser reservas naturales y se conviertan en postales turísticas diseñadas para el consumo. La conservación pasará a ser solo un eslogan, mientras los ecosistemas se degradan al ritmo de la explotación comercial. Y cuando eso ocurra, no habrá marcha atrás: lo que se destruye en una temporada no se recupera en un siglo.
Entonces, volvamos a la pregunta inicial: ¿se puede privatizar el aire? A juzgar por el rumbo actual, parece que sí. Pero la verdadera pregunta es ¿estamos dispuestos a pagar ese precio? Porque si seguimos aplaudiendo y bailando mientras el barco se hunde, no será porque no vimos venir el desastre, sino porque alguien convenció a la mayoría de que los botes eran un lujo innecesario.
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